viernes, 25 de junio de 2021

BIZCA ESPAÑA, VISCA CATALUNYA

El 10 de octubre de 2017 Carles Puigdemont declaró en el Parlament asumir «el mandato para que Catalunya se convierta en un estado independiente en forma de república». No hubo fiesta. No hubo celebraciones. Porque a continuación de aquellas palabras, Carles añadió que «el Parlament suspendía los efectos de la declaración de independencia para que en las próximas semanas emprendieran el diálogo». Rajoy quedó tan confundido que solicitó por escrito que confirmara si había declarado o no la independencia. 

El 27 de octubre de 2017 fue aprobada la declaración de independencia con los votos a favor de JxSí y la CUP. Esa misma tarde quedaba anulada y cesado el govern tras la activación del 155 por parte del Senado. Solo pasaron unas horas desde la aprobación de la declaración de independencia a la del 155. En ese tiempo, Catalunya no cerró sus fronteras. Nadie se reunió con la policía nacional para explicarles que ya no tenían autoridad en un país independiente. Tampoco se envió ningún comunicado al gobierno español advirtiendo que todas las competencias estatales pasaban a su control. Pero al parecer, muchos vieron en ese lapso, el tiempo suficiente para una sedición, una rebelión y un golpe de estado. El Supremo condenó por la primera añadiendo los cargos de malversación. El referéndum, aquellos 8 segundos del 10 de octubre y las pocas horas del 27 de octubre se convirtieron en 100 años de cárcel para los máximos responsables.

Lo que realmente ocurrió ese octubre en Catalunya fue una desobediencia civil de más de 2 millones de personas para votar en un referéndum declarado ilegal. Desobediencia, sí, calculada para forzar una negociación, que no un estado. Aquello no fue un problema de orden público sino un problema de carácter político. No hubo golpistas, sino presos por culpa de políticos incapaces. No hubo derecho a decidir sino la amenaza de un 155 eterno.

Es innegable que los independentistas forzaron el reglamento de la Cámara para la votación y la declaración de la independencia, como también parece que la justicia es infinita solo cuando se trata de defender la unidad de España.

Hoy, casi 4 años después del inicio de los acontecimientos, millones de españoles claman indignados contra los indultos que acaban de concederse a los condenados.

Los que se escandalizan deben creer que a Oriol Junqueras le queda una década en una celda de aislamiento, ignorando que al máximo responsable juzgado (tras la huida de Puigdemont), en breve, le sería aplicado el tercer grado por el cumplimiento de un tercio de la condena. Es decir, la salida de prisión únicamente con la obligación de volver a dormir cada noche. E incluso ni eso, si utilizan los medios de control de los que disponen.

Esta medida de gracia no debe hacernos olvidar que la unilateralidad independentista no lleva a ninguna parte. Como tampoco la unilateralidad ultranacionalista española. Menos aún la negación de un conflicto al que de una vez por todas urge dar solución. Tampoco debe obviarse una realidad, que detrás de una gran locura, existe una gran verdad. Detrás del sueño de la independencia de Catalunya se esconde un estado español autoritario y poco democrático.  

Unos ya han elegido, enquistar el problema para sacar el máximo rédito político. Otros también, dialogar. Solo falta hacerlo sin condiciones y con convicción. Hacer política de una puñetera vez. Porque no hay un problema judicial, hay un problema político. Porque no hay un problema catalán, hay un problema español. 

Bizca España, Visca Catalunya.